“No puedo fingir que no tengo miedo. Pero la emoción que predomina en mí es la gratitud”.
Recuerda Kiko Llaneras en su newsletter los párrafos finales de “De mi propia vida”, la carta de despedida que Oliver Sacks publicó en febrero de 2015, pocas semanas después de que le diagnosticaran un cáncer de hígado terminal.
“No puedo fingir que no tengo miedo”, escribía el neurólogo. “Pero la emoción que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; se me ha dado mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido una relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores. Sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante, en este hermoso planeta, y eso por sí solo ha sido un enorme privilegio y una aventura”.
En nuestras prósperas sociedades la gratitud está infravalorada. Pocos peatones te devuelven una sonrisa o un gesto amable cuando les cedes el paso en un cruce. ¿Por qué habrían de hacerlo? Es tu deber, es su derecho. Parece como si el reconocimiento rebajara a quien lo manifiesta.
Y sin embargo el primer beneficiario de la gratitud es el que agradece. Mi madre se crio durante la posguerra y el primer franquismo y los de su generación no dan nada por supuesto. Por muchos buenos deseos que la Constitución contenga, el que cada día haya un plato caliente sobre la mesa no está en absoluto garantizado y por eso nunca ha dejado de dar las gracias a Dios por ello. Mi mujer también lo aprendió en su casa y hemos conservado la costumbre de rezar antes de cada comida. Incluso a quien no es religioso le ayuda a recordar lo afortunados que somos, el enorme privilegio al que Sacks se refiere. Porque, ¿de verdad creemos que es mérito nuestro cuanto nos rodea?
Nos tocó la lotería genética cuando nacimos en un país rico y en el seno de familias de clase media que se preocuparon por darnos estudios universitarios. Tenemos trabajos dignamente retribuidos y hogares llenos de comodidades, y nos hemos esforzado sin duda para lograrlos, pero ¿significa eso que quienes carecen de nuestro nivel de bienestar no se han esforzado?
“La era de la globalización ha repartido sus premios de una forma desigual”, dice Michael J. Sandel. La humanidad ha soportado antes injusticias, pero nunca los ganadores fueron tan ensalzados ni los perdedores tan humillados. Nos educan en la convicción de que somos los dueños de nuestro destino y de que, por consiguiente, cualquier éxito es fruto del talento y cualquier fracaso, de la indolencia. Nadie le debe nada a nadie.
Esto es peor que falso: es tóxico, y no solo para el pobre, al que culpabiliza de su pobreza, sino para el rico, al que hace insoportable cada traspié (y en el curso de los años sufrirá unos cuantos).
Cuando, por el contrario, cobramos conciencia del carácter contingente de casi todo, generamos una saludable humildad y, derivada de ella, una inevitable gratitud. “Yo también pasaría necesidad si Dios o el azar no lo hubieran impedido”, razonamos, y ese pensamiento centra nuestra mente en los aspectos positivos, aleja los negativos y potencia nuestra felicidad. Como explica Martin Seligman, el amante despechado cuya atención está focalizada “en la traición y el engaño” difícilmente gozará de serenidad ni podrá, como Sacks, establecer ninguna relación especial con este hermoso planeta.