¿Debe ser la felicidad un objetivo político?

La riqueza no da la felicidad, incluso puede ser contraproducente. Pero tampoco la va a dar un viceministerio.

Los economistas ingleses del XIX consideraban que la felicidad era una magnitud tan mensurable como la temperatura y que su cometido era dispensársela al mayor número posible de personas. En una entrevista que le hice en 2006, con motivo de la presentación de uno de sus libros, Richard Layard me explicó que él se había matriculado en Económicas con ese hermoso propósito, pero que no tardó en descubrir que los manuales de la carrera tenían un concepto bastante estrecho de la felicidad. Dado que era imposible conocer los sentimientos de las personas, se contentaban con observar su comportamiento y deducir sus preferencias a partir de las elecciones que hacían. Si éstas aumentaban, se suponía que estaba mejor. Así fue como la capacidad de consumo se entronizó como medida por excelencia de bienestar.

Desde un punto de vista filosófico, el asunto no resiste el menor análisis. Los propios economistas reconocen la tosquedad de la renta per cápita como indicador de satisfacción, pero han seguido trabajando alegremente como si la presunción fuera real.

Con el tiempo, los psicólogos desarrollaron métodos más fiables para medir la felicidad y sus conclusiones no dejan en muy buen lugar a los economistas. En los últimos 50 años se ha duplicado la capacidad de consumo en Occidente y no somos más dichosos. En algún terreno incluso hemos retrocedido: hay más depresión, más delitos, más alcoholismo. “Nos hallamos ante una profunda paradoja”, escribe Layard: “una sociedad que busca y proporciona mayores ingresos, pero cuya felicidad en el mejor de los casos apenas ha aumentado”. ¿Qué está pasando?

En primer lugar, los seres humanos estamos diseñados para adaptarnos a un entorno cambiante. Eso nos permite encajar las desgracias, pero también nos obliga a recurrir a dosis crecientes de estímulos positivos para mantener constante el grado de satisfacción. La alegría que produce una subida de sueldo dura lo que tardamos en adecuar nuestro ritmo de gasto. Siempre vamos con el agua al cuello.

En segundo lugar, los ingresos no son únicamente un medio para comprar cosas. Funcionan también como indicador de estatus, algo que a los humanos nos encanta. Nos da literalmente vida: Layard dice que “las personas que ocupan los escaños superiores [de una organización] viven cuatro años y medio más” que sus subordinados.

Este afán de ser más que el prójimo plantea un problema de difícil solución. La provisión de bienes materiales puede ampliarse, pero la cantidad de estatus disponible es fija. Hay un primero, un segundo y un tercero. Si alguien triunfa, otro debe fracasar. Por mucho que suba la remuneración de una persona, si la de sus grupos de referencia (vecinos, amigos, parientes) lo hace más, su satisfacción caerá, aunque objetivamente esté mejor. La renta de los alemanes del Este se disparó tras la reunificación, pero su bienestar se desplomó porque pasaron de la aristocracia del bloque soviético al pelotón de los torpes de Occidente.

Layard habla de “siete grandes factores” de los que depende nuestra felicidad. El trabajo y los ingresos son dos de ellos, pero están además la salud, la libertad, la familia, las relaciones sociales y los valores ideológicos. Si revisamos uno por uno estos “siete grandes”, descubrimos que ha habido avances indudables en salud e ingresos. La caída del Muro de Berlín también ha llevado la libertad a muchos países comunistas, cuyas poblaciones se contaban entre las más desgraciadas del planeta. Pero el progreso ha degradado la familia y nuestra vida social, y ha entronizado una moral insolidaria. Se ha perdido el sentido de pertenencia a una comunidad. Cada vez menos americanos se apuntan a asociaciones de barrio, ya sean políticas, deportivas o religiosas. No quedan para jugar a los bolos una vez a la semana, como veíamos en Los Picapiedra. El vecino se ha vuelto un extraño, casi una amenaza. En 1952 la mitad de los estadounidenses creían que la gente llevaba una vida “moral y honesta”. Hoy solo lo piensa un 27%. “La confianza contribuye enormemente a la felicidad”, dice Layard. Proporciona amigos y una red de solidaridad. “Los pueblos más dichosos son aquellos donde más abundan las personas que dicen que se puede confiar en los demás”.

Layard cree que la insatisfacción se agudizará mientras los Gobiernos continúen obsesionados con la creación de riqueza. Hace falta “una nueva economía que colabore con la nueva psicología” para diseñar auténticas políticas de bienestar. Hay que acabar con la carrera del ratón. La vida se vuelve “demasiado agotadora, demasiado solitaria” cuando la búsqueda del propio provecho es la única meta, dice Layard. Y concluye: “No se me ocurre ninguna más noble que perseguir la mayor felicidad para todos”.

El programa no es nuevo. Muchos años antes que Layard, otro británico, Aldous Huxley, intentó imaginar en Un Mundo Feliz cómo sería una sociedad cuyo objetivo fuera “perseguir la mayor felicidad para todos”. En su distopía, la gran mayoría de los habitantes tienen sus problemas materiales resueltos y parecen efectivamente dichosos. La excepción es el Salvaje. Huxley nos cuenta que procede de un poblado en el que ha sufrido toda suerte de penalidades y, sin embargo, prefiere el poblado. ¿Por qué?

“Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado”, le reprocha el Salvaje al interventor Mustafá Mond hacia el final del libro. Para empezar, han renunciado a la belleza y la verdad. El sufrimiento es un peaje indispensable para “muchas cosas de valor”. “Las lágrimas son necesarias”, porque sin ellas no habría arte ni progreso. La agonía creadora de Beethoven o la extenuante búsqueda de Pasteur han proporcionado a la humanidad sinfonías y la han librado de enfermedades.

El dolor está, además, inextricablemente unido al placer, como la cara y la cruz de una moneda. La amargura que experimentamos al perder a alguien querido es el precio que pagamos por la dicha que nos deparó.

El Estado nunca podrá erradicar la aflicción. Es un instrumento demasiado tosco. A lo más que puede aspirar es a garantizar justicia y un cierto nivel de confort. Incluso aunque se obrara el prodigio de que todas las cuestiones sociales quedaran resueltas, seguirían intactos muchos de los problemas radicales que nos atormentan: el sentido de la vida, la existencia de Dios, el origen del mal.

Pero el Salvaje va más allá. El Estado no solo no puede hacernos felices, sino que ni siquiera debe intentarlo. ¿Quién evaluará, en efecto, quién es desgraciado y quién no? ¿Nicolás Maduro y su Viceministerio para la Suprema Felicidad?

El ser humano es muy puñetero. Lo que a uno le gusta a otro lo saca de quicio. Pero esa capacidad de elegir es lo que lo distingue del animal, lo que lo hace humano, y encaja mal en un Mundo Feliz que funciona exclusivamente cuando cada cual hace lo que se espera que haga. En ese gigantesco engranaje hay sitio para quienes siguen como un instinto las consignas oficiales, las “aleluyas hipnopédicas”, pero no para quienes tienen “ideas propias”. A estos se les recluye en islas-reserva.

El antagonista del Salvaje, Mustafá Mond, es un hombre culto. Ha leído a Shakespeare y a los grandes filósofos y es consciente de las limitaciones que impone su pragmatismo. Pero le preocupan también la armonía y la estabilidad. “¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo?”, dice. ¿No es razonable pagar el precio de la libertad con tal de vivir en paz, o incluso de vivir? Si hay que elegir siempre lo valioso, ¿no exige eso a veces renunciar a elegir? ¿Por qué es elegir en sí mismo valioso?

No son objeciones menores, aunque su lógica conduciría a un callejón sin salida. Imaginemos una sociedad ideal, que tuviera sus necesidades cubiertas y cuyo Gobierno fuese tan sabio que supiera cuáles son las opciones correctas en cada momento. ¿Sería ético permitir que alguien cometiera un error que le reportara dolor no ya a él, sino a sus vecinos? Desde un punto de vista utilitarista, la respuesta es que no: debe optarse por la solución que proporcione la mayor felicidad para todos.

Pero entonces despojaríamos a los ciudadanos de su capacidad de elegir. ¿Y no equivaldría eso a rebajarlos a la condición animal? Hay que dejar que la gente elija, sostiene el Salvaje, aunque elija mal. Es “el derecho a ser desgraciado”.

Por fortuna, estos dilemas de Un Mundo Feliz nos quedan todavía bastante lejos. Nuestros gobernantes distan mucho de saber cuáles son las opciones correctas en cada momento y deberían centrarse en gestionar el más prosaico día a día. Como le espetó un ama de casa venezolana a Maduro, “en vez de un ministerio para la Suprema Felicidad, yo sería muy feliz si voy al mercado y consigo leche y papel [higiénico]”.

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