El modelo mediterráneo de familia cría ciudadanos pasivos, poco innovadores y de horizontes limitados. Tiene también la culpa de una parte significativa de nuestro espectacular desempleo juvenil. Pero nos gusta tanto…
David Reher se fue de casa en cuanto aprobó el instituto. “Yo soy de California y allí es lo normal”, explica. “Oficialmente, sales para estudiar la carrera. En la práctica, no regresas nunca. No conozco a casi nadie que siga con sus padres después de los 18 años”.
“No es que exista hostilidad hacia los hijos”, prosigue, “pero se entiende que ya tienes tu vida y que tus problemas debes resolvértelos tú”. Reher experimentó en carne propia esta filosofía implacable. Con 23 años, agobiado por las dificultades económicas (“mi mujer no hablaba inglés y tenía un niño de cinco meses”), recurrió a su familia para que le ayudara a acabar la universidad. “Mi padre se lavó las manos”, recuerda, “y mi madre, que poseía varios apartamentos, me ofreció un empleo como gerente siempre y cuando cobrara menos que la persona que tenía contratada en aquel momento”.
“Le dije que no, claro”, concluye Reher. “Nunca, nunca nos hemos llevado mal, pero quería hacer las cosas a mi manera. Preferí acogerme al subsidio de paro y marcharme con mi mujer y mi niño”. Y añade: “Eso en España sería impensable”.
Tiene razón. Pedro José, Lucía, Manu y Silvia, los cuatro jóvenes con los que hablé para escribir este reportaje, tienen bastante más de 18 años, alguno incluso ronda la treintena, y aún viven con sus padres. No los he seleccionado mediante un muestreo científico y sería absurdo pretender que representan a la juventud española, pero cuentan una historia en la que más de uno se reconocerá.
“Por supuesto que mi novia y yo hemos pensado en emanciparnos”, dice Pedro José, “pero cuando logremos alguna estabilidad.
“Tengo amigos que han encontrado trabajo, pero son tres casos mal contados y únicamente dos se han ido de casa”, dice Lucía.
“Mi contrato es de solo cuatro años”, se queja Manu. “Eso no es seguridad”.
“En mi círculo nadie planea independizarse”, dice Silvia. Duda un instante. “Bueno, sí, uno se ha ido a vivir con su pareja”.
“Emanciparse es un riesgo que no se puede asumir a la ligera”, razona Pedro José. “Los hay que se hacen los héroes y luego tienen que volver”.
“¿Las condiciones mínimas para marcharme de casa? Un contrato fijo y un piso en propiedad”, sentencia Silvia sin dudarlo. “Me iría de alquiler si me llevara mal con mis padres”.
Pedro José está de acuerdo. “Alquilar es tirar el dinero”.
No se crean, sin embargo, que la situación en estos hogares es tensa.
“Los padres se preocupan, es lógico”, dice Manu, “pero la relación es muy buena”.
“A mí me apoyan al 100%”, afirma Pedro José. “Les pido consejo para todo, me dan dinero… Están felices”.
“Mi padre me anima a que busque algo en el extranjero”, cuenta Lucía. “Pero mi madre está encantada. ‘Tú aquí, en casa’, me dice”.
La pata quebrada. Reher superó felizmente los días difíciles de California. Se instaló en Madrid y sacó una cátedra en la Facultad de Sociología de la Complutense, donde ahora enseña Población Española. Todos los años organiza un debate sobre la emancipación. Algunos alumnos opinan como él que cada uno debe emprender su propio camino contra viento y marea, pero la mayoría considera que es una aspiración inviable mientras no haya empleo de calidad y vivienda asequible. “En el fragor de la discusión, cuando se les achucha”, cuenta Reher, “admiten que la vida es más llevadera en casa de papá”. Pero se envuelven en el discurso grandilocuente de la falta de oportunidades “y siempre ganan”.
La queja de que la crisis retiene a los hijos en casa y con la pata quebrada no es exclusiva de ellos. Muchos padres coinciden en que estamos arruinando el futuro de las generaciones mejor preparadas de la historia y que, si no fuera por la galerna económica, andarían por ahí fuera comiéndose el mundo.
Pero la realidad es que la tasa de emancipación de los jóvenes españoles ha sido tradicionalmente baja. “Ha sufrido fluctuaciones a lo largo de la historia”, explica Juan Carlos Rodríguez, sociólogo e investigador de Analistas Socio-Políticos. “Creció muy claramente en las décadas de los 50, los 60 y posiblemente los 70, cuando se produjo la transición de sociedad rural a urbana”. Pero en cuanto todos los inmigrantes interiores estuvieron instalados en las ciudades, el patrón ancestral se restableció. “Los españoles de entre 15 y 29 años son, junto con los italianos, los portugueses, los griegos y los irlandeses, los menos emancipados de todos los europeos”, dice Rodríguez. “Es una ordenación probablemente secular”.
Reher ha consagrado décadas a desentrañar este fenómeno. El resultado de su investigación está recogido en “Family Ties in Western Europe: Persistent Contrasts” (Lazos familiares en Europa Occidental: contrastes persistentes), un artículo de 1998 que ha sido profusamente citado. “La tesis central se me ocurrió una tarde que estaba en un parque de Madrid”, explica. “Observé que, cuando un niño se caía, la madre acudía corriendo a regañarlo: ‘¡Me vas a matar a disgustos!’ Lo estaba educando en la lealtad al grupo, no en la responsabilidad individual”. El valor que se le transmitía era que su integridad era importante porque la familia contaba con él. “En California la madre se limita a levantar al niño y a explicarle que eso no se hace, porque es peligroso”. La caída no se convierte en un drama familiar.
Historia. “Hay regiones [de Occidente] en las que tradicionalmente el grupo familiar ha tenido prioridad sobre el individuo y otras en las que el individuo ha tenido prioridad sobre todo lo demás”, escribe en “Family Ties…” Reher. Una de las manifestaciones de esta diferencia es “el momento […] en que los miembros más jóvenes […] abandonan el hogar paterno”. En Estados Unidos y el norte de Europa lo hacen “cuando consideran que han alcanzado el grado de madurez” necesario para instalarse por su cuenta. No esperan a tener un empleo fijo.
Sobreviven con “contratos temporales o estacionales”. Tampoco necesitan una vivienda en propiedad. “Comparten piso con amigos o colegas que se hallan en su misma fase vital”.
En el Mediterráneo, por el contrario, la marcha definitiva del hogar coincide con la firma de un contrato fijo y la boda. Los años que van del final de la adolescencia a la madurez se pasan en casa de los padres.
Esto viene siendo así desde tiempos inmemoriales. Según Reher, en la Inglaterra rural de la Edad Moderna ya era habitual que los hijos se desplazaran a trabajar como sirvientes a las granjas vecinas, no porque sus familias necesitaran el dinero, sino porque era parte de su educación y les ayudaba a romper el cascarón. “Probablemente entre el 50% y el 80% de los jóvenes [lo hacía] antes de casarse”, escribe. En el sur del continente ese porcentaje oscilaba entre el 15% y el 30%, y tenía un carácter económico y forzado, no pedagógico y voluntario.
“Una de las consecuencias de esta diferencia es que en el norte de Europa la gestión de los periodos de dificultad económica recaía en los hombros de estos jóvenes adultos, mientras que en el sur se repartía entre todo el grupo”.
Este papel de la familia como red de seguridad se manifiesta especialmente en cómo estaba resuelta la atención de los necesitados. En Inglaterra, la convivencia de varias generaciones bajo un mismo techo era la excepción, y la irrupción de ancianos desvalidos en las calles de la Inglaterra de la Revolución Industrial obligó a promulgar las Leyes de Pobres. Esa normativa no existió nunca en España, donde la familia y la Iglesia asumieron el cuidado de los más vulnerables.
¿Y cuál de los dos modelos es mejor? “Los sistemas familiares no son ni buenos ni malos”, sostiene Reher, “pero sus efectos tampoco son neutros”. Las sociedades que llama familísticas están más cohesionadas y viven más pendientes de sus miembros. No hay tantos sintecho como en Estados Unidos, y los problemas de soledad, suicido o alcoholismo son menores que en los países escandinavos. También se ejerce un control más estrecho, lo que se refleja en una menor tasa de embarazo adolescente o en el efecto abuela, que permite que muchos matrimonios puedan compaginar la crianza de los hijos con el trabajo. La intromisión de la suegra es “una característica estructural de la vida familiar en España”, aunque no está claro que esto sea siempre una ventaja.
Por su parte, las familias débiles infunden “un sentido de la responsabilidad y un respeto por las normas y las necesidades colectivas que es vital para el funcionamiento de la democracia”.
Tanto el norte de Europa como Estados Unidos tienen vigorosas redes civiles, pero también “un lado oscuro”: soledad, desesperación, ansiedad… “Son sociedades duras”, a diferencia de las meridionales, que son “más placenteras, más confortables”.
Resistencia. Durante mucho tiempo se pensó que la familia mediterránea era incompatible con el progreso. El aumento del nivel de vida la haría evolucionar hacia el patrón nórdico, que era el moderno. Reher no lo cree. “Las diferencias han persistido durante siglos, y no sería prudente extender su certificado de defunción tan deprisa”, ironiza.
Algunos indicadores revelan cierta convergencia. Por todo Occidente han caído la fecundidad y la nupcialidad, y también nacen cada vez más niños fuera del matrimonio. Pero ninguna política ha conseguido alterar la “actitud de la gente hacia la familia”. Al contrario. Es la familia la que ha alterado e incluso neutralizado la política.
“Cuando en los 80 se empezó a liberalizar el mercado laboral”, dice Juan Carlos Rodríguez, “se protegió especialmente a los agentes clave para el sostén del hogar: los trabajadores maduros”. El peso de los ajustes se descargó en los jóvenes, cuyo despido prácticamente libre permitía a los empresarios reducir costes cuando las ventas caían. “El mercado laboral se segmentó para adaptarlo al modelo de familia”.
“Con las universidades ha sucedido otro tanto”, prosigue. “Lejos de ponerlas a competir entre ellas, lo que habría obligado a los alumnos a desplazarse por todo el país, se ha abierto una en cada capital de provincia, para que siempre exista una a mano… Incluso uno de los pocos factores que fomentaba la movilidad, como el servicio militar, se fue acomodando para que los quintos pudieran cumplir el destino cerca de casa”.
“La familia ha sido siempre la referencia a la hora de diseñar reformas”, resume Rodríguez. “Ha sobrevivido a la transición política y a la liberalización económica”. Y no hay motivos para pensar que en el futuro las cosas vayan a ser distintas.
“La familia española continuará siendo fuerte y la inglesa débil”, escribe Reher. “Los jóvenes españoles seguirán viviendo en casa hasta que obtengan su primer empleo fijo, mientras los adolescentes escandinavos luchan para desembarazarse de las ataduras familiares que los aherrojan”.
Horizontes limitados. Hace poco, hablando con un empresario austríaco para un asunto completamente distinto, me comentó que, como a Reher, a él su padre lo había echado de casa a los 18 años y que eso le parecía perfecto. Pero sin solución de continuidad añadió que una de las razones por las que se había mudado a Barcelona era porque España le parecía “un lugar muy bueno para tener niños”. Y es verdad que, en cuanto asoma el sol, las terrazas se llenan de enanos que corretean y chillan enloquecidos sin que nadie se queje ni lance miradas desaprobadoras (como, por ejemplo, en La Haya). Este bullicio forma parte de lo que, acertada o erróneamente, consideramos la alegría mediterránea.
“Cuando se hacen sondeos y se pide a la gente que valore el tiempo que pasa en familia, si le parece malo, neutro o bueno, el porcentaje que lo considera estresante es siempre mayor en el norte de Europa que en el sur”, dice Juan Carlos Rodríguez. “Nos gusta la familia”.
Y Reher, que conoce bien los dos mundos, añade: “A mí no me cabe la menor duda de que la calidad de vida de un español de 24 años es superior a la de un inglés o un danés, que a esa edad las están pasando canutas para salir adelante”.
Pero no todo son ventajas. “Los jóvenes españoles tienen un problema doble: el mercado les es demasiado hostil y la familia demasiado acogedora”, dice Florentino Felgueroso, profesor de Economía de la Universidad de Oviedo. “El respaldo familiar es una renta que eleva su salario de reserva”. En román paladino, significa que los padres costean a los hijos la casa, la alimentación, el transporte y a menudo el ocio, de modo que, para que una oferta laboral les resulte atractiva, debe cubrir esos gastos y mejorarlos, algo que solo está al alcance de los trabajos más productivos. “En Holanda o Estados Unidos los hijos se emancipan pronto y no tienen más remedio que aceptar lo que les dan”, dice Felgueroso. El resultado es un menor desempleo juvenil.
¿Y no compensa una cosa la otra? ¿No merece la pena tener más de paro, pero también más alegría y una vida familiar satisfactoria? “Depende de lo que se entienda por satisfactoria”, dice Juan Carlos Rodríguez.
“Si quieres un país dinámico, el modelo actual de familia es un estorbo”. No se trata únicamente del desempleo. Es que se “crían individuos de horizontes limitados, poco dispuestos a abrirse a nuevas experiencias, y menos solidarios, en el sentido más amplio del término”. Sin llegar a los extremos de Sicilia, se da un poco lo que el sociólogo Edward Banfield llama “familismo amoral”, un universo ético en el que “la responsabilidad principal se dirige hacia la familia y, muy en segundo lugar, a círculos más amplios”, como el barrio, el pueblo o el Estado. Sería una exageración decir que en España los parientes son lo único que importa, pero algo de eso hay. “El clientelismo que vemos en la empresa o en la política tiene un fuerte componente familiar”, dice Rodríguez.
Lo importante. Muchos adultos creen que los jóvenes españoles se han vuelto egoístas y poco sacrificados, que solo piensan en divertirse, y no les falta razón. La propia Silvia admite que “hay de todo” entre sus colegas. “Con el pretexto de que la economía está fatal, muchos se limitan a echar el currículo y a seguir con sus padres. Dicen: ‘Ya buscaré cuando la cosa mejore’. Lo importante es ir de fiesta. Todo el mundo queda los viernes, los sábados… Se hace un plan más barato, pero se sale. Eso ha caído poco”.
Los jóvenes del 15M, por su parte, protestan porque se sienten discriminados, y tampoco les falta razón. “Los que tienen la sartén por el mango son los adultos, por el sencillo motivo de que son más”, dice Felgueroso.
“El votante mediano es cada vez mayor y eso pesa en las decisiones de gobierno. Por ejemplo, había margen para tocar las pensiones, pero se ha preferido recortar en I+D y en políticas activas [para ayudar a los parados a encontrar empleo]”.
Se trata de un debate probablemente sin solución, y no cabe esperar de él que cambie lo que no han podido cambiar ni leyes ni reformas. La familia ha resistido bien el asalto del Boletín Oficial del Estado y no va a ceder ante el empuje de los indignados.
Pero hay fuerzas incluso más poderosas que la familia. “La amenaza del modelo mediterráneo es la evolución demográfica”, dice Reher. Al retrasar la emancipación, las sociedades familísticas dificultan la obtención de un recurso básico para su subsistencia: los niños. “Como no se anima a los jóvenes a asumir responsabilidades, van aplazando la paternidad y tienen muy pocos hijos”.
Con cada vez menos trabajadores manteniendo a cada vez más pensionistas, los números de la Seguridad Social difícilmente van a seguir saliendo. “El maremoto del envejecimiento nos va a desbordar a todos”, dice Reher, “a los del norte y a los del sur. Pero los mediterráneos lo sufrirán especialmente porque el cuidado de los vulnerables depende en ellos más de la familia”.
España en concreto es “una bomba de relojería” y no la vamos a desactivar retrasando dos años la jubilación. “Quizás haya que ir a la práctica supresión de las pensiones”, especula Reher, “y sigamos trabajando con 75 años”.
Todos juntos, eso sí. Abuelos, padres e hijos. Mediterráneamente.
Esto tiene que ver demasiado con el tipo de vida que llevamos en España, hasta hace unos años la mayoría de nosotros queremos ser funcionarios, cobrar un sueldo de por vida, que no nos puedan despedir, trabajar media jornada y lo más importante no preocuparse en absoluto por la empresa (perdón por la falacia, pero creo que es preciso recordar por que calló la URSS y por que no funciona el comunismo). Es la misma cultura la que nos están enseñando a los jóvenes, la educación de una persona determina en gran medida sus comportamientos. Hacemos lo mismo que nuestros padres, no arriesgar, al igual que es mejor trabajar para el estado y que no me puedan despedir haga lo que haga, es mejor que tus padres te paguen todo, vivas en su casa y el estado (como no) se encargue de trasladar los servicios de los que no dispongo hasta mi. Efectivamente es un problema de la cultura española y que perjudica directamente en su productividad. De hecho una de las grandes críticas que se oyen sobre los tiempos modernos y las nuevas tecnologías es precisamente esa, que separan la vida familiar tan preciada en este país. Esto tiene una directa relación con el capitalismo de otros países y desde luego es una de los grandes inconvenientes que tiene para triunfar en España, el hecho de arriesgar, cómo lo vamos a hacer los jóvenes si desde pequeños nos habéis enseñado lo contrario. Además explica la gran corrupción y el sindicalismo que existe en este país, por no decir el idealismo que impide el triunfo de la democracia (es rara la situación en la que los partidos llegan a conclusiones comunes, y no es por falta de debate) lo único que importa es apoyar a los míos, no traicionar al grupo (aunque el grupo sea un conjunto de incompetentes). Da igual si es la clase política con el objetivo de robar al pueblo, el pueblo con el objetivo de que el estado o los empresarios les cumplas sus caprichos o los empresarios para explotar al máximo al trabajador, lo que importa no es lo que sea más bueno, lo que sea justo o como valla a aprender más o en tal caso disfrutar del conocimiento y de tu trabajo sino que los míos ganen y el resto pierdan a mi costa. Si lo hace otro es un mimado, si lo hace uno de los míos pobrecito que no puede hacerlo por si solo.
No decir nada sobre la facilidad que existe en este país para causar especulación y rumores, claro si todo es defender a los míos cualquier cosa que valla en contra de los míos esta mal y cualquier cosa que lo favorezca a corto plazo está bien. Por algo estamos en crisis, había dinero, da igual si hago mi trabajo o no, si estoy subvencionando cosas absurdas o si mi empresa esta construyendo cosas que no se necesitan, que sea justo o no (este criterio lo único que mide en España es a quien beneficia), lo importante es a quien le beneficia, tiene gracia, el mayor de los corporativismo, el de las familias y clases sociales españolas, ha terminado por arruinar la base de toda mejora, la competencia y con ello hacer una sociedad de vagos e incompetentes.
¿Seremos capaces de hacer que cambie esto con esta crisis o la siguiente será aun peor?
La siguiente crisis, como sucede a menudo, nos asaltará por donde menos la esperamos. Recuerdo que a mediados de los años 90 una de las quejas de los integrantes de la Generación X era que no se hacían casas suficientes para que ellos pudieran emanciparse. Y ya ves… Gracias por tu comentario.