Para que el bienestar alcance a toda la sociedad no basta con que un grupo de tecnócratas aplique un recetario cerrado de ideas. Hace falta, además, dar voz a los afectados.
En todo debate sobre el marxismo, sus detractores blanden inevitablemente el espinoso asunto de su fracaso práctico, a lo que, inevitablemente también, sus defensores reponen: «Es que no existe, ni ha existido nunca, un régimen auténticamente socialista».
«Hay que juzgar el comunismo por sus intenciones y no solo por sus hechos», reclamó Jean-Paul Sartre en los años 50, pero ¿no podrían igualmente argumentar sus antagonistas que tampoco el capitalismo se ha materializado nunca en toda su gloriosa plenitud y que debemos suspender cualquier juicio en tanto ello no ocurra? Eso supondría la muerte del debate, que es, por otra parte, lo que los autoritarios de todo signo siempre han pretendido. Acuérdense del consejo que Franco le dio al director del Arriba, Sabino Alonso Fueyo, una vez que fue a quejársele de las feroces presiones que recibía de los jerarcas del Movimiento: «Haga como yo, no se meta en política».
Urge, sin embargo, meterse en política. Primero, porque no podemos remediarlo. Y segundo, porque ese contraste de pareceres es el que hace posible el progreso. Para que el bienestar alcance a toda la sociedad no basta con que un grupo de tecnócratas aplique un recetario cerrado de ideas, socialistas o liberales. Hace falta, además, dar voz a todos los afectados.
El premio Nobel Amartya Sen cuenta que, cuando tenía nueve años, un vagabundo se coló en el elitista colegio de Bengala donde sus padres lo habían matriculado. El hombre se movía con pasos lentos y erráticos, trastabillándose, claramente aturdido. «Me puse a charlar con él y quedó inmediatamente claro que llevaba 40 días sin comer». Fue el primero de una patética procesión de decenas de miles de personas que huían de la gran hambruna de 1943.
Lo sorprendente es que, como tiempo después desvelaría la propia investigación de Sen, no faltaban alimentos en Bengala. Al contrario. Había un 11% más que dos años antes. Pero a raíz de la invasión japonesa de Birmania, el Gobierno colonial británico se había puesto a fabricar frenéticamente armas y había provocado un breve auge industrial en Calcuta. Los salarios de los obreros urbanos se habían desbocado, arrastrando tras de sí los precios de los artículos, y los agricultores, cuyos ingresos estaban estancados, se encontraron con que ya no les daban ni para comprar arroz.
En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels proponen «abolir la individualidad, la independencia y la libertad burguesas». No son más que meras formalidades, palabras vacías, privilegios de una minoría. La transición al comunismo pasa por la dictadura del proletariado «y no puede ser de otro modo», como señaló Vladimir Lenin. El Partido necesita concentrar todas las palancas para asegurar la victoria completa del socialismo.
Pero si esos bengalíes que en 1943 se trastabillaban aturdidos en el colegio de Sen hubieran dispuesto de auténticos derechos políticos, el temor al descalabro electoral habría obligado a las autoridades a atender sus reclamaciones. Las grandes hambrunas no se dan en las democracias. Son más bien la especialidad de la URSS de Stalin, la China de Mao y la Corea del Norte de los Kim, cuyas intenciones no descarto que fueran inmejorables.