Cuando se somete todo a la razón, el mundo acaba por antojársenos «frío y seco», inhabitable, porque lo que sostiene la existencia son las pasiones.
«Para conservarse», dice el Zaratustra de Nietzsche, «el hombre empezó implantando valores en las cosas». Algunos son un mero dictado de nuestra fisiología. Nos gustan inevitablemente la comida, la bebida y el sexo. Otros intereses no resultan tan obvios, y me viene a la mente el caso de esos dos aficionados que se lanzaron desde un puente sobre el autobús de la victoriosa selección argentina. «Uno de ellos», cuentan las crónicas, «logró caer dentro del vehículo descapotado, pero el segundo resbaló y se precipitó al vacío» y «está herido grave».
¿No deberían educarnos en la ausencia de pasiones?
Eso pensaba James Mill. Para preservar a su hijo John Stuart de la irracionalidad a la que atribuía las miserias y vicios de la humanidad, asumió personalmente su formación. Lo aisló del resto de los niños y lo alimentó con una dieta intelectual cuidadosamente planificada. Tenía terminantemente prohibida la religión y la metafísica y solo podía consumir poesía en pequeñas dosis.
El experimento tuvo en cierto modo «un éxito aterrador», cuenta Isaiah Berlin.
A los cinco años, John Stuart hablaba griego, a los nueve sabía álgebra y latín, y a los 12 poseía «los conocimientos de un hombre de 30 excepcionalmente erudito». Su padre había producido «un ser excelentemente instruido y perfectamente racional», pero la falta total de pasiones lo había despojado de objetivos vitales y, «en su primera madurez, John pasó su primera crisis agónica» y «deseó la muerte».
Cuando se somete todo a la razón, el mundo acaba por antojársenos «frío y seco», inhabitable, porque lo que sostiene la existencia son las pasiones. Extirparlas supone la más cruel de las mutilaciones. Hay múltiples casos de personas que sufren graves amputaciones tras un accidente o una enfermedad y, sin embargo, acaban recuperando el aprecio de la vida, pero ¿cómo lo recuperas si te arrebatan la propia capacidad de apreciar?
«El valorar mismo es el tesoro y la joya», dice Nietzsche, no las cosas valoradas. Estas carecen en sí mismas de atractivo. Somos nosotros quienes lo ponemos. Forjamos en buena medida nuestras pasiones, y a veces con gran esfuerzo. Recuerdo cuánto me aburría el fútbol de pequeño, la frustración que experimentaba cada vez que cortaban abruptamente los dibujos animados para reanudar la transmisión perdida con algún recóndito estadio. A base de perseverancia logré, sin embargo, cogerle el gusto y hoy conozco pocas experiencias más intensas que una remontada en el Metropolitano.
El hecho de que podamos dotarnos de las pasiones que nos llenan de sentido entraña una enorme responsabilidad. ¿Podemos escoger las que queramos? ¿No hay límite ninguno? «Mil metas ha habido hasta ahora, pues mil pueblos ha habido», admite Nietzsche, y cabría acusarlo con toda justicia de nihilista si no fuera porque a renglón seguido añade que «falta la única meta».
¿Cuál es esa? El filósofo alemán no la dejó especificada, pero una importante tradición reclama desde Kant «un fundamento para la ética basado en la dignidad del ser humano». Ese es el límite que deben respetar nuestras acciones, incluidas las más apasionadas. Y para distinguirlo sí que podemos confiar en la razón.
No es un método perfecto. Hay cuestiones sujetas a una disputa constante (el aborto, la eutanasia, el progreso tecnológico), pero lo fundamental es precisamente eso: la disputa constante. La razón no es en el fondo más que debate, palabra, logos. Hannah Arendt se refiere a la moral como el «silencioso diálogo con uno mismo». Cuando lo acallamos por interés, por pereza o por cualquier otro motivo banal, nos exponemos a que aparezca el Eichmann que llevamos dentro.
O el idiota que se lanza desde un puente sobre el vehículo descapotado de la selección argentina.